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En ocasiones, uno puede llegar a pensar que lo decidido en corte o parlamento, no afecta a quienes pisan el suelo.

Pero no es así.

En 1134 se nos murió el rey Alfonso I, el Batallador, tan bueno ganando batallas como pésimo firmando testamentos. Porque al monarca aragonés, para horror de la nobleza, no se le ocurrió otra que entregar Aragón a las órdenes militares, tan de moda en ese momento.

Hubo que llegar a un acuerdo que salvara al reino y, en ese acuerdo de copete, se entregaron tierras y plazas a dichas órdenes, con la condición de que dejaran de marear moscas.

Uno de esos pedazos, resultó ser Oto.

La Orden de los Hospitalarios se instaló en el valle a mediados del siglo XII y, de inmediato se arremangó para defender lo suyo.

Levantó el Hospital de Bujaruelo y fortificó el pequeño enclave de Oto, sabedor de su carácter fronterizo y de que no era muy bien vista la presencia de monjes con espada, entre unos montañeses que los consideraban foranos.

Oto se amuralló.

Un paseíto basta para contemplar numerosos restos de dichas defensas, destacando la puerta de Fiscal.

En dicho empeño, los hospitalarios levantaron el templo de San Saturnino, perfectamente encajado para que su muro sur, formara parte de la muralla y que su torre, ejerciera tanto para llamar a misa como para abrir el cráneo de todo aquel que pretendiera asaltarla.

Puramente románica, conserva numerosos ventanales medievales, algunos triples e incluso uno con influencia serrablesa y hasta en su piso inferior, estuvo decorada con pinturas de las que apenas quedan retazos.

Cuando San Saturnino fue reformado en el siglo XVII, los Hospitalarios llevaban dos siglos desaparecidos de Oto.

La obra, probablemente concluida en torno a 1624, transformó el templo, añadiendo elementos como ventanales, pila bautismal, pila de abluciones….pero respetó la torre, tal vez porque a los constructores les diera pena mancillar algo por si solo hermoso…o tal vez porque no tenían un duro más, que es lo más probable.

Fuera lo que fuera, hoy el campanario de Oto es la gran joya románica del valle de Broto, la única superviviente de las torres románicas que antaño dominaban todo este territorio y que mutaron en el XVI y XVII por otras mucho más toscas.

San Saturnino también posee un elemento peculiar. Antaño, las iglesias de todo el valle estaban saturadas de lapidas sepulcrales.

Durante la negra época en la que este país se odió a sí mismo, fueron meticulosamente destruidas. Todas salvo tres.

Y las tres en Oto.

Una es la dedicada a Mosén Nadal por su sobrino, probablemente a comienzos del siglo XVIII.

La segunda sin letra pero con forma, en el pórtico.

Y la tercera, con elementos decorativos claros, pero que al ser reconvertida en banco, pasó de cubrir decentemente a un muerto, a asentar traseros modernos.