La abuela de las iglesias torlenses fue levantada en el siglo XIII por los Hospitalarios que se asentaron en San Nicolás de Bujaruelo.
En el medievo, vivir en el corazón del Pirineo era un ejercicio de temblar, engañar, arrear, soportar, padecer, sufrir y morir temprano.
El conjunto atendía a peregrinos, comerciantes, buhoneros, contrabandistas y pastores que cruzaban la enrevesada y siempre peligrosa muga.
Iglesia de una sola nave, de paredes endebles pero robusto ábside, estuvo decorada con pinturas y, en 1495, se le añadió un retablo obra de Alfonso Pérez.
A sus misas llamaba una diminuta campana sita en espadaña y sus monjes, se situaban en su pequeño coro.
Allí se enterraron priores y gentes humildes, soldados carlistas y repatanes despeñados.
Habitarlo resultaba tan duro, que sus priores eran constantemente obligados a hacerlo por el obispo de Huesca, pues estos optaban secretamente por morar en Torla o Broto.
Su ventanal norte aun ofrece a la vista los disparos que recibió cuando en 1793 se convirtió en un fortín.
En el siglo XVIII un lumbreras decidió sustituir su techumbre de madera a dos aguas por otra de piedra.
Se olvidó que lo segundo pesaba más que lo primero y el edificio se fue partiendo lentamente, como una manzana bajo presión.
El resto es la historia del intencionado abandono.
Yo conocí la bóveda de San Nicolás, caída en 1995.
Y conocí su historia.
Por eso sé que mienten interesadamente quienes van diciendo que lo destruyó una guerra.
A San Nicolás la dejó caer la ignorancia, la dejadez, la incompetencia, la ceguera de quienes no supieron apreciarla.
Esos que dicen amar a un valle que ni conocen, ni quieren conocer, pero bien que lo habitan.
Si, esos.
Y no creo que saberlo, les duela.